Luis Rivera Pagán

El concierto barroco de la identidad latinoamericana. Ensayo de L. Rivera Pagán

No era predecible el lugar crucial que Alejo Carpentier ocupa en la búsqueda del perfil artístico y espiritual propio de América Latina y El Caribe. Nacido en La Habana, Cuba, en 1904, francés el padre y rusa la madre, parecía destinado, al abordar un barco y emigrar a París en 1928, donde se unió a los vanguardistas surrealistas del momento, a ser otro de nuestros perpetuos enamorados de la cultura europea, un fascinado más por la creatividad simbólica y artística del Viejo Mundo. Sin embargo, una intensa labor de algo más de medio siglo (1924 – 1978), como novelista, crítico cultural y ensayista lo ubicó indiscutiblemente entre las figuras literarias más importantes en el multisecular esfuerzo por identificar y definir lo auténticamente latinoamericano en la historia de nuestras creaciones espirituales.

Carpentier es un escritor complejo y desafiante cuya obra reclama lectores atentos y reflexivos. El barroquismo de su estilo, su impresionante erudición, la amplitud de su formación artística y cultural, la riqueza de su vocabulario y la diversidad de temas y asuntos de sus escritos, obstaculizan la lectura ligera y fácil. Un hilo de Ariadna, empero, enlaza su obra: la preocupación por los rostros peculiares de la cultura latinoamericana y caribeña, sobre todo la mirada constante a la presencia de los otros desafiantes, a las comunidades al margen del poder político y cuya existencia de manera soterrada pero eficaz cuestiona las mitologías oficiales.

Concierto barroco, publicado en 1974, es, no cabe duda, el más lúdico de los relatos de Carpentier. Es un delicioso divertimento, en el que los conceptos acostumbrados de tiempo y espacio se hacen añicos, no a la manera de otros de sus escritos, como «Viaje a la semilla», «Semejante a la noche» o Los pasos perdidos (1953), sino gracias a una despreocupada y juguetona burla a rigideces de calendarios. Las partes centrales del relato tienen lugar en un carnaval de epifanía en Venecia, a principios del siglo dieciocho. Como es típico en Carpentier, la música juega un papel central. Por las páginas del relato pasan Antonio Vivaldi, Jorge Federico Handel, Domenico Scarlatti, el ataúd de Ricardo Wagner y la tumba de Igor Stravinsky en acrónico y anárquico conjunto de diversión musical y bohemia francachela, en la que no faltan ninguno de los placeres de la carne, sin que asome la cara la inquisición moralista de quienes pretenden reprimir el cuerpo.

Sin embargo, hay algo más que juerga y parranda en la obra. Se trata de una metáfora lúdica del desarrollo de la conciencia histórica latinoamericana, ubicada en la clásica polaridad binaria de Carpentier entre la cultura de allá, de la decadencia europea, y la de acá, del florecimiento americano. Carpentier llega a convencerse, temprano en la década de los treinta, de que la cultura europea carecía de futuro genuino, que pasaba por una etapa de desgaste senil, y que, por el contrario, en América la creatividad artística y espiritual tenía mucho que ofrecer. Es en ese marco conceptual básico, cuya principal culminación literaria es, en mi opinión, la novela Los pasos perdidos (1953), que debemos situar Concierto barroco.

El desarrollo de la conciencia histórica latinoamericana define, en primera instancia, la actuación del amo/indiano (nunca se le otorga nombre propio), el criollo mexicano que viaja a Europa para zambullirse en la cultura espiritual del continente considerado cimero en materias excelsas de la mente humana. Su morada mexicana refleja su adhesión a los patrones culturales europeos. Como sucede con la pintura Explosión en la catedral, mencionada en momentos claves de El siglo de las luces (1962), la detallada descripción que Carpentier hace de los cuadros y las pinturas de la rica residencia del amo/indiano tiene una función clave en la lectura del mundo espiritual de los protagonistas. En este caso, su finalidad es mostrar la colonizada conciencia que el indiano tiene de sí mismo y de su entorno cultural. El óleo que describe el encuentro, en Tenochtitlán, entre Hernán Cortés, Montezuma y el joven Cuauhtémoc, además de la Malinche, llamada aquí, no faltaba más, doña Marina, y fray Bartolomé de Olmedo, transfigura ese evento crucial para la historia latinoamericana mediante paradigmas clásicos europeos. El emperador azteca es transformado en un César romano, el joven Cuauhtémoc en una especie de Telémaco indígena y la Marina en intercesora madona italiana. La historia americana entendida exclusivamente en un marco conceptual europeo.

La metamorfosis de la conciencia del amo/indiano se inicia con su frustración por la opacidad y palidez de Madrid, en comparación con la exuberancia de la capital mexicana. Decepcionado, el indiano marcha a Venecia, en pleno carnaval de epifanía, donde se une a una farándula compuesta por Vivaldi, Handel y Scarlatti. La obra narra con gracia y salero las fiestas que escenifican con excelente música, buena comida y mejor vino, amén de carnosas hembras, meretrices unas, monjas otras. Por ser tiempo de carnaval, el criollo mexicano se disfraza de Montezuma, lo que azuza la curiosidad de Vivaldi sobre la historia de la conquista del imperio azteca. Interesado, el gran músico compone una ópera sobre el asunto, titulada Montezuma, a cuyo festivo estreno asiste el amo/indiano mexicano.

La ópera resulta ser una reconstrucción ficcionalizadora de la conquista de Tenochtitlán que provoca la indignación del mexicano: «¡Falso, falso, falso; todo falso!», grita disgustado. Se enfrasca en una discusión con Vivaldi sobre la relación entre el arte y la historia que, por un lado, refleja el debate clásico sobre el asunto – «No me joda con la Historia en materia de teatro. Lo que cuenta aquí es la ilusión poética…», asevera Vivaldi – y, por el otro, manifiesta el sentimiento de superioridad del europeo que le autoriza, en su opinión, a producir la verdadera representación de la historia de los pueblos subyugados. La conquista política y militar legitima la conquista espiritual e intelectual. Montezuma, de Vivaldi, refleja la pretensión europea de arrogarse el derecho hegemónico para conjugar la reflexión historiográfica y la representación artística de la realidad americana.

La catarsis producida por la ópera y la polémica con Vivaldi precipitan la transformación de la conciencia de quien comenzó como amo, pasó a ser indiano y ahora se identifica como mexicano. «Hijo [soy] de extremeño bautizado en Medellín [España], como lo fue Hernán Cortés. Y sin embargo hoy… mientras más iba corriendo la música de Vivaldi y me dejaba llevar por las peripecias de la acción que ilustraba, más era mi deseo de que triunfaran los mexicanos, en anhelo de un imposible desenlace… Y me di cuenta de pronto, que estaba en el bando de los americanos… y deseando la ruina de aquellos que me dieron sangre y apellido».

La metamorfosis de su auto comprensión lo lleva a adelantar el retorno a su tierra. «[D]e pronto, me sentí fuera de sitio, lejos de mí mismo y de cuanto es realmente mío… A veces es necesario alejarse de las cosas, poner un mar de por medio, para ver las cosas de cerca… Regreso a lo mío esta misma noche. Para mí es otro el aire que, al envolverme, me esculpe y me da forma». El viaje a Europa provoca paradójicamente el encuentro con su propia identidad latinoamericana como otra, propia, peculiar, distinta. La recuperación del sentido de lo propio, de la peculiar identidad, tras un viaje al extranjero, es, dicho sea de paso, tema significativo en Carpentier. El protagonista anónimo de Los pasos perdidos, Esteban en El siglo de las luces y Enrique en La consagración de la primavera (1978), pasan por experiencias similares que, en cierta medida, reiteran la vivida por Carpentier, quien regresa de una larga estadía europea (1928-1939), con una insaciable sed de redescubrir, reinventar y definir, por medio de la creación artística, las particularidades americanas.

Si al principio del relato, la descripción de la casa del amo/indiano, sus pertenencias domésticas y sus cuadros revela arraigados paradigmas europeos de identidad cultural, ahora el criollo se siente extraño en el ambiente del Viejo Mundo. El alejamiento de su entorno y su inmersión en el mundo europeo le muestra la distancia entre ese mundo y aquel que ahora, no antes, llama mío. Se trata del nacimiento de la conciencia criolla, del instante crucial en la historia de los pueblos de América en que se sienten y piensan otros, diferentes en sensibilidad y pensamiento a los países que le dieron idioma y religión. Nace así, en esa conciencia germinal, la semilla de la independencia americana. La condición de ese nacimiento es el desarrollo de una clase social representada por el amo/indiano, con suficiente poder económico e ilustración intelectual como para enfrentarse a las metrópolis europeas y propiciar la ruptura política con ellas.

Esa afirmación de identidad peculiar por parte del criollo conduce a un tema que desde sus críticas al vanguardismo estético europeo ocupó continuamente a Carpentier: la peculiaridad de América como tierra fabulosa, como entorno de lo real-maravilloso. «Fábula parece lo nuestro a las gentes de acá porque han perdido el sentido de lo fabuloso». Algo similar escribió en el renombrado prólogo a El reino de este mundo (1949). Sin embargo, ahora, en Concierto barroco, se adelanta un acento algo nuevo al añadir el criollo: «No entienden que lo fabuloso está en el futuro. Todo futuro es fabuloso». El arte europeo languidece porque se alimenta de la añoranza, de la melancolía del pasado, cuando Europa era un continente vigoroso y creador. Ahora el futuro yace en otros lares y ese porvenir rechaza los marcos estéticos e intelectuales foráneos.

La fabulosidad americana es tema destacado carpenteriano desde los inicios de su obra. El prólogo de El reino de este mundo lo conduce a una consideración ontológica: el ser mismo de América, su naturaleza y su historia, no pueden sino producir, en comparación con Europa, procesos y eventos maravillosos e insólitos. Lo repetirá al final de su producción literaria, en su novela póstuma El arpa y la sombra (1979), cuando pone en la mente del futuro Papa Pío IX la siguiente reflexión al visitar América del Sur: «La desmesura de esta América que ya empezaba a hallar fabulosa… Una naturaleza así no podía sino engendrar hombres distintos… y diría el futuro qué razas, que empeños saldrían de aquí cuando todo esto madurara un poco más y el continente cobrara una conciencia plena de sus propias posibilidades.» El Carpentier tardío no abandona la idea del ser novedoso y maravilloso de América. Más bien lo proyecta al futuro, al porvenir de la creatividad espiritual y artística americana. El mito se transforma en utopía, y de esa licantropía surge la historia.

Con la evolución de la conciencia del innominado amo – indiano – mexicano no concluye Concierto barroco. Este hijo de peninsulares ibéricos convertido en criollo inicia el relato, pero no lo termina. En su viaje a Europa, pasa por La Habana donde muere su criado y contrata a un negro cubano libre. A diferencia del amo mexicano, Carpentier le pone nombre – Filomeno. Es hábil para el trabajo y más diestro para el jolgorio y la francachela. Es también lo que se cataloga en el Caribe, un «negro parejero». En la fiesta bohemia que su patrón y los músicos europeos forman en Venecia, logra que prevalezcan los ritmos y las melodías afroantillanas de manera tal que Scarlatti exclama: «¡Diablo de negro!… Cuando quiero llevar un compás, él me impone el suyo. Acabaré tocando música de caníbales».

Algo que escapa la atención de muchos críticos es que la francachela que Vivaldi, Scarlatti y Handel escenifican en el Ospedale della Pièta, y que se califica como «el mayor concerto grosso que pudieron haber escuchado los siglos…», tiene un precedente en el texto: el sarao festivo y amulatado que describe el poeta Silvestre de Balboa (1564 – 1634?) para celebrar las proezas de un bisabuelo de Filomeno, Salvador Golomón negro esclavo en Cuba, «…un etíope digno de alabanza, llamado Salvador, negro, valiente… el cual armado de machete y lanza…» se destaca en la derrota de Gilberto Girón, un corsario «hereje francés de los que no creen en Vírgenes ni Santos, capitán de una caterva de luteranos, aventureros de toda laya…» En recompensa de su hazaña, Salvador es manumitido y hecho objeto predilecto de «una fiesta memorable, que acaso duró dos días con sus noches», con una amalgama amestizada de instrumentos europeos, negros e indígenas – «en aquel universal concierto se mezclaron músicos de Castilla y de Canarias, criollos y mestizos, naboríes y negros».

Cuando parece que Concierto barroco culminaría con el surgimiento de la conciencia criolla, se fragmenta súbitamente la relación entre el mexicano y el negro cubano. Filomeno se niega a regresar a América, no, al menos, todavía. No se reconoce a sí mismo y a su pueblo en la evolución de la identidad latinoamericana del criollo. En ésta hay espacio para las figuras trágicas o heroicas del pasado prehispánico, como Montezuma o Cuauhtémoc, pero no para el «negrito Filomeno», no aún, mientras no tenga lugar una revolución social radical y esa de ninguna manera interesa al mexicano – «los que tienen plata no aman las revoluciones… Mientras que los yos, que somos muchos y seremos mases cada día…», dice con densa seriedad el afrocubano.

Como toda la obra, el intercambio de disidencias entre el patrón y su criado es anacrónico e involucra resonancias posteriores. Filomeno ha adquirido una trompeta, lo que da ocasión para desarmonías de carácter más bien ideológico. «Instrumento de malas pulgas y palabras mayores», dice el mexicano; «por ello es que suena tanto en Juicios de Gran Instancia, a la hora de ajustar cuentas a cabrones e hijos de puta», contesta el negro; «para que esos se acaben habrá que esperar el Fin de los Tiempos», replica el mexicano, y el pardo sentencia con cierto tono de afirmación apocalíptico: «Es raro. Siempre oigo hablar del Fin de los Tiempos. ¿Por qué no se habla mejor del Comienzo de los Tiempos?»

El mexicano retorna a establecer la hegemonía de la conciencia criolla, dirigida por los hijos de los peninsulares, mientras el negro cubano se dirige a un concierto, ¡en la Venecia de principios del siglo dieciocho!, de Louis Armstrong, como paradigma de la sensibilidad negra musicalizada. La música de Armstrong convoca a los pardos del mundo, a los despreciados y marginados por la cultura blanca y occidental, pero que han logrado conservar la sensibilidad del ritmo y, de esta manera, la capacidad para captar con singular percepción lo inmediato y concreto de la historia humana, para afirmar en libertad su lugar específico en el mundo.

La autonomía espiritual que la sociedad blanca le niega, la recupera Filomeno de manera profética en la música que habla de sus tradiciones de fe. Si en El reino de este mundo se trataba de los tambores sagrados que rememoraban las deidades del África ancestral, en Concierto barroco la referencia es más bien a la música cultivada por los afroamericanos del sur de los Estados Unidos, nutrida por la Biblia y la devoción de quienes se refugiaban en sus iglesias, segregadas racialmente como toda su sociedad, para lamentar sus dolores y clamar a Dios por liberación. «Y la Biblia volvió a hacerse ritmo y habitar entre nosotros…» Es música de raíces religiosas, pero con tan evidentes referencias terrenales que Filomeno se ve conducido a una meditación similar a la del Ti Noel anciano de El reino de este mundo, y con semejante tesitura de pertinaz rebeldía. «[E]n fin de cuentas, la Tierra esta, bastante jodida a ratos, no era ni tan mierda ni tan indigna de agradecimiento como decían algunos – que era, dijérase lo que se dijera, la Casa más habitable del Sistema – y que el Hombre que conocíamos, muy maldito y fregado en su género… no tenía mejor tarea que entenderse con sus asuntos personales».

Y esos asuntos personales, que conllevan como en El reino de este mundo, la fidelidad a la tierra y el esfuerzo sisífico, pero no desesperado ni resignado, de hacer de ella un hogar para el ser humano, evocan la religiosidad como potencialidad del actuar histórico, sea ésta cual sea. «Que buscara [el ser humano] la solución de sus problemas en los Hierros de Ogún o en los caminos de Eleguá, en el Arca de la Alianza o en la Expulsión de los Mercaderes, en el gran bazar platónico de las Ideas o en la apuesta famosa de Pascal & Co. Aseguradores, en la Palabra o en la Tea – eso, era cosa suya». Lo que cuenta, lo de peso genuino, no es el contenido de esa fe, sino su relación con los ritmos interiores que promueven la libertad. De esa manera, la reflexión final de Filomeno, que procede de la ubicación, o más de la desubicación, del negro en la sociedad occidental, adquiere resonancias universales para la conciencia humana.

Concierto barroco tiene, por consiguiente, dos desenlaces, representados por sus dos protagonistas americanos, figuras claramente emblemáticas. En el contexto lúdico de francachelas y juergas se precipita la evolución de dos formas de la conciencia latinoamericana, entrelazadas en su tensión y polaridad. Por un lado, la criolla blanca, la que toma el control de su destino y también del de los demás en la guerras decimonónicas de independencia. Por el otro, la de las comunidades marginadas y humilladas en América, representadas en los textos de Carpentier, quien a pesar de sus múltiples aristas universalistas nunca se desprende de su caribeñidad, sobre todo por los afroantillanos, por el Ti Noel de El reino de este mundo, por el Menegildo de Ecue-Yamba-O (1933) y por el Filomeno de Concierto barroco.

Las dos conciencias culturales, la criolla y la afroamericana, permanecen en tensión no resuelta. A diferencia de La consagración de la primavera, en la que la revolución cubana parece posibilitar el vínculo utópico entre la autonomía nacional y la reivindicación étnica, en Concierto barroco los caminos del criollo y del negro no logran todavía converger. Cuando el primero se va de Venecia, pregunta al segundo «¿hasta mañana?»; «o hasta ayer…» es la vaga e imprecisa contestación que recibe. La conciliación entre los blancos que detentan el poder político y cultural y las comunidades de tez oscura, relegadas y marginadas, se posterga hasta que éstas se embarquen en un proceso de autoafirmación, que aquí se logra simbólicamente mediante la música de Louis Armstrong. Mientras esa anticipación simbólica y liberadora se cristaliza en los ritmos sagrados negros, en la áspera realidad social prevalece con cruel dureza el juicio que emite Sofía, en El siglo de las luces: «Nadie encomendaría a un negro la edificación de un palacio, la defensa de un reo, la dirección de una controversia teológica o el gobierno de un país.»

Luis Rivera-Pagán (San Juan de Puerto Rico, 1942). Profesor emérito del Seminario Teológico de Princeton. Autor de varios libros, entre ellos, “Evangelización y violencia: La conquista de América” (1992), “Entre el oro y la fe: El dilema de América” (1995), “Mito exilio y demonios: literatura y teología en América Latina” (1996), “Diálogos y polifonías: perspectivas y reseñas” (1999), “Teología y cultura en América Latina” (2009), “Peregrinajes teológicos y literarios” (2013) y “Ensayos teológicos desde el Caribe” (2013). Es Huésped Distinguido de Salamanca y Premio Iberoamericano de Ensayo ‘Alfonso Ortega Carmona’, otorgado en Salamanca en 2013. Es miembro del Consejo Asesor Iberoamericano de Tiberíades.

Foto de Jacqueline Alencar

 




Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

*
*