José Alfredo Pérez Alencar

Cine y Derecho, o un documental sobre la Declaración Alford: “Soy culpable, pero no lo hice”.

He sentido la necesidad de dedicar una breve reflexión sobre este tema, no por considerarlo paradójico o peculiar (al fin y al cabo, consiste en un trato entre acusación y defensa), sino por el trasfondo que se puede apreciar de cara al papel del Estado. Y esto último es el objeto de análisis, ya que en ningún caso pretendo dilucidar sobre la culpabilidad o inocencia de los que “protagonizan” los documentales sobre este tema. Tampoco se trata de realizar un recorrido a través de los mecanismos procesales, máxime teniendo en cuenta que es un Ordenamiento Jurídico distinto.

El origen está en 1970, en el caso Carolina del Norte contra Alford, de la Corte Suprema de Estados Unidos: el procesado se declara culpable de asesinato en segundo grado para evitar la pena de muerte atribuida a los casos de asesinato en primer grado. Henry Alford es condenado a la privación de libertad por un período de treinta años.

Esta jurisprudencia acabaría cristalizándose en la doctrina y, en un primer acercamiento, podría dar a entender que se trata de una especie de salvoconducto para los culpables. Por suerte, los documentalistas cada vez se están prodigando más en traer a colación procesos judiciales sucedidos en el pasado y que manifiestan irregularidades.

Ya ha transcurrido bastante tiempo desde que hiciera referencia a esta figura del Derecho estadounidense al bordar mis impresiones sobre el reportaje Paradise Lost (en él se refleja la historia de “Los tres de West Memphis”, aquellos jóvenes condenados por el asesinato de tres niños, en base a las preferencias en su estilo de vida). En aquel momento la percibí como algo puntual, meramente anecdótico, pero en estos últimos días he visto The Staircase, de Kathleen Peterson, que trata de la muerte por accidente u homicidio: no se logró discernir la naturaleza. El principal sospechoso desde el principio fue su marido, Mike Peterson, única persona presente en la casa cuando ocurrieron los acontecimientos, al que las cámaras siguen durante dos lapsos temporales separados por los ocho años que estuvo en prisión. Declarado culpable en el juicio, pasaron ocho años hasta que consiguió la revisión de su caso para conseguir el sobreseimiento, o bien, que se celebrara un nuevo juicio. Aquí entra en escena la presión ejercida por las hermanas de la fallecida o víctima sobre el fiscal, el cual en ningún caso debería dejarse influenciar; es más, en el reportaje se deja entrever que la fiscalía no era demasiado proclive a continuar con la acusación tras los nuevos argumentos de la defensa (si bien se ha de reseñar que se trataba de un fiscal recién nombrado, es un dato relevante). Tras una espera desmesurada entre negociaciones e incertidumbre, Mike Peterson, ya convertido en un anciano y sin recursos económicos, se pliega a la recomendación dada por su abogado, esto es de acogerse a la doctrina Alford.

Es encomiable la persistencia de los realizadores, porque se trata de material gráfico recogido durante décadas. Pero si hablamos de tenacidad o enardecimiento, el Estado es el auténtico merecedor de esos atributos. En ambos casos, la implacable labor de la Fiscalía como representante de los intereses estatales (que no se detiene ni ante el falso testimonio de sus propios testigos periciales) es la que logra una declaración de culpabilidad. Esto pese al estigma que ello acarrea para los “culpables”, los cuales, tras años de pérdida de su libertad a la espera de una oportunidad para demostrar su no culpabilidad, se ven forzados a mostrar su conformidad con este acuerdo. En cierta manera, se puede llegar a entender la postura asfixiante del Estado para lograr salir airoso en estas situaciones. No es para menos, a través de esta doctrina consigue su condena (aunque el reo quede en libertad) y evita el potencial resarcimiento económico al que se expone en el supuesto de que se interponga una demanda civil por los daños causados a una persona encarcelada injustamente.

Mike Peterson y su abogado

Quisiera aclarar que en estas líneas me centro en E.E.U.U., pero hechos de este calibre pueden producirse perfectamente en cualquier otro país. En sede de documentales, recomiendo Nevenka: un documental muy revelador sobre el delito de connotación sexual cometido por el alcalde de Ponferrada, Ismael Álvarez, contra una de sus concejalas, Nevenka Fernández, cuya denuncia por acoso sexual se erige pionera. En España, la autoría de esta conducta se “salda” en el art. 184.2 del Código Penal, al tratarse de una relación jerárquica, con una pena privativa de libertad de 5 a 7 meses o una multa. Por ello resulta lógico que se venga exigiendo un endurecimiento en las penas. Lo que nos atañe aquí es la mala praxis del primer fiscal designado, que tuvo un trato deplorable con la víctima, hasta el extremo de hacer que pareciera la culpable (además hizo alarde de la corrección en sus actos). Como era de esperar, fue relevado del caso.

A veces es algo complejo definir la función del Ministerio Fiscal como la búsqueda de la verdad y, todavía más arduo, sería afirmar que su posición reviste de imparcialidad. De la lectura del art. 124.1 de nuestro texto constitucional se obtiene lo siguiente: “[…]tiene por misión promover la acción de la justicia en defensa de la legalidad, de los derechos de los ciudadanos y del interés público tutelado por la ley […]”, estas palabras se reproducen en el artículo primero de la Ley 50/1981, que regula el Estatuto Orgánico del Ministerio Fiscal. Mas es en el artículo siguiente donde se encuentran dos cuestiones importantes.

La primera sería la siguiente frase: “[…]integrado con autonomía funcional en el Poder Judicial […]” lo que podría suponer una distinción con respecto de lo que ocurre en Norteamérica, donde es manifiesta su condición como brazo del Poder Ejecutivo. Esto es una mera divagación puesto que retomando de nuevo nuestra norma suprema, el art. 124.4 establece que el Fiscal General, es propuesto por el Ejecutivo. Por otro lado, en la parte final del mismo: “[…] y con sujeción, en todo caso, a los de legalidad e imparcialidad”, esa imparcialidad en tal caso se puede predicar para los órganos judiciales, desde el momento en que se perfila como acusación ese principio queda desprovisto de sentido. O, tal vez, habría que trazar una línea entre la dimensión teórica, en la que hay una ausencia total de presiones sean internas o externas, y la práctica. Empezando por procesos que han tenido gran repercusión mediática, no es aventurado suponer que incluso los propios jueces y magistrados quedaron sometidos a cierta influencia de manera indirecta (me ahorraré mentar ejemplos para no generar controversia).

España parece ser que también tiene su propia doctrina Alford, contenida en los artículos 803 bis y ss. de la Ley de Enjuiciamiento Criminal: Proceso por aceptación de decreto. Digo propia, porque lo contenido en esos preceptos difícilmente puede equipararse a dicha doctrina, principalmente porque se prevé para delitos de escasa entidad. Debo reconocer que el ámbito penal está lejos de ser mi predilecto, y cuando abordo cuestiones relacionadas con él, lo hago desde un conocimiento general. Es por eso que, al entender la connotación de esta figura jurisprudencial, en parte se me asemeja con el allanamiento del demandado en los procesos civiles (mostrar conformidad total o parcial con lo alegado por la contraparte).

Inclusive me atrevería, simplemente con la intención de establecer otro símil, a compararla con el funcionamiento de las sanciones en el plano administrativo, una vez se incoa un expediente a raíz de una infracción. La Administración otorga un plazo para que se recurra la multa o, en caso contrario, se abone la cuantía prevista reducida en un tanto por ciento, lo que supone el reconocimiento de los hechos aducidos en el expediente (aunque se esté en desacuerdo con los mismos). Esta asunción de “culpabilidad” ante el órgano administrativo es la opción más plausible en estos tiempos, gracias a nuestra Ley Orgánica 4/2015 de protección de la seguridad ciudadana.

José Alfredo Pérez Alencar (Salamanca, 1994), quien hace pocos meses publicó sus libros ‘Pasiones cinéfilas’ (Trilce, Salamanca, 2020) y Iuris Tantum (Betania, Madrid, 2020). Junto a sus estudios en Derecho por la Universidad de Salamanca y a su temprano aprendizaje como poeta, también es un apasionado al Séptimo Arte. Cuando niño la imprenta Kadmos le publicó una carpeta de poemas titulada El barco de las ilusiones (2002, con 17 acuarelas del pintor Miguel Elías). Posteriormente publicó seis poemas en la antología Los poetas y Dios (Diputación de León, 2007) y otros sendos poemas en las antologías El paisaje prometido (2010), Por ocho centurias (2018), Regreso a Salamanca (2020) y El ciego que ve (2021. Formó parte del equipo de apoyo del XXII Encuentro de Poetas Iberoamericanos, que en 2019 rindió homenaje a San Juan de la Cruz y a Eunice Odio. En 2020 lo hizo con el homenaje dedicado a José María Gabriel y Galán, dentro del XXIII Encuentro de Poetas Iberoamericanos, mientras que en 2021 colaboró en el XXIV Encuentro, dedicado a Antonio Colinas.  También publicó cinco poemas en la revista literaria Kametsa, que se edita en Perú. Sus críticas de cine las publica tanto en la revista literaria digital Crear en Salamanca como en el portal Tiberíades. En el ámbito del Derecho, escribe artículos de contenido jurídico y social en su blog Iuris tantum, que mantiene en el periódico digital SALAMANCA AL DÍA. En los próximos meses se publicará su poemario Tambores en el abismo, en edición bilingüe español-portugués, con traducción de Leocádia Regalo.

José Alfredo Pérez Alencar (foto de Jacqueline Alencar)

 




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