Poemas de

Miguel Iriarte: ‘Magdalena en el río’ y otros poemas para el XXVII Encuentro de Poetas Iberoamericanos

MAGDALENA EN EL RÍO

En el verano,
después de largos días de camino
buscando aguas y hierbas nuevas
para calmar la inquietud de los ganados,
llegábamos hasta la corriente serena del San Jorge
(un poco más arriba de Santiago Apóstol)
donde era seguro encontrar muchachas encendidas
por el fósforo pasional de la subienda
y casi desnudas por el ardor y la pobreza.

Entonces corrían en tropel a los corrales
para cambiar un poco de vitualla
por pescado o por amor,
muertas de risa y sin sostenes
mientras componían el rancho abandonado en el invierno
y sacaban culebras y alacranes del techo y los rincones
con la tranquilidad del que arregla los santos de un altar.

A una de ellas, Magdalena,
para que yo le cantara dos rancheras nuevas que aprendí
le gustaba llevarme en su canoa de Ceiba por las tardes
río abajo
entre remolinos de agua turbia,
gritería de loros y alcaravanes,
y nubes inmensas
de pájaros espantados con su risa.

Por allá lejos,
en el enredo antiguo del manglar,
anclaba la canoa en las raíces
y me ofrecía sus piernas desatadas
para que acomodara la orfandad de mis huesos
contra unos muslos suaves
sabios ya en el oficio de exprimir jornaleros.

Entonces yo cantaba
mientras ella movía una mano en el agua
para hacerle un murmullo a la canción.

En los días Santos de ese abril me daba dulces
de ciruela y mangos y otras mieles
y yo la dejaba escuchar canciones y novelas
en la radio.

LA SANTA ES ELLA

Por mí cruza la fe, pero no se detiene.
Sus cruces esporádicas persignan levemente
el territorio preocupado de mi frente
sin que dejen aún sus huellas en mis rezos.

No tiene en mí el misterio su ilusoria respuesta,
como no soy testigo de lo que no me consta.

Yo sólo he venido hasta tu casa
detrás de esa mulata que tienes ante Ti,
casi desnuda,
allí donde la ves
sólo su piel de barro debajo del inocente
trajecito de volantas moradas
con tan poquitos años que ni tú los sospechas.

Y no me muevo de aquí
porque el chorro de luz que viene de tus ojos
adelgaza la leve popelina del vestido
y me deja adivinar el paisaje sagrado de su cuerpo
arrodillado a tus pies en el reclinatorio.
Mientras sus labios
(delicado bocado de mi beso futuro)
moviendo un hilo de saliva iluminada
logran cantar algo de Bach que jamás han escuchado.

Mañana,
que es domingo,
ella me invitará a una sopa de palmitos
y en el patio sombreado de su casa
beberé un vino dulce de corozo
que me hará pensar un poco en Ti.

Pero la santa es ella.
Porque a la prima noche
y luego de todos sus oficios
bañada y confesada
podrá llegar desnuda detrás de los olivos
con su cuerpo de Cristo sólo para mí.

EL SOL DE LOS CONEJOS

Suena en la hierba el roce de mis pasos,
camino por el campo atravesando
el sol y el aire
que al unísono fundan el espacio amarillo
de la luz, las espigas
al final de la tarde.

Es el sol de los conejos.
La noche espera tras la nube
agazapada
aguardando ese instante en que la hora
termina en su fatal minuto
y el mundo pareciera acabar si no vemos la luna.

Es la tarde esa cosa que muere
mientras bebemos tiempo
para matar la sed que da el último horizonte
Y el delirio es desorden de luz en agonía

Por ahí van los pasos de mis días tempranos.
Un niño
que ha perdido su madre
anda solo en el campo jugando con el miedo.
Camina bajo un último sol ya débil de la tarde.
Como si allí acabara todo.
Como si no fueran a crecer sus huesos.
Como si nunca fuera a alargar sus pantalones.
Como si esos pasos de mis días tempranos
llevaran de la mano mis sueños derrotados.

En el sol de los conejos de una tarde lejana,
va una vida que anda
de la mano de un niño.

INFORME DEL DESAMAR

Nadie sabe
en qué movimiento del mar pierde su fe.
Ninguno prefigura la cantidad de sal
que le guarda el océano.

Así en el amor.
Nadie sospecha
en que abisal obscuridad pierde el contacto
con el fondo
vagando la insondable soledad.

Así en el mío.
Cayó sobre el amor una mancha de aceite.
Un mar contaminado ahogó tus peces en mi boca
y en tu boca nadaron peces equivocados.

Así el naufragio:
primero se hundieron las palabras
después
—y en una lenta inclinación—
zozobraron los sueños
la risa de los días
y el solo corazón que me quedaba.
Pez de piedra
Que no tuvo más remedio que irse a pique.

Mar de equivocaciones.
El amor eras tú, pero no era para mí.
Fue una alucinación
en una orilla que parecía cercana.
Un faro abandonado.
Una torre alfombrada
de excrementos de pájaros de muchos horizontes
y deshechos de un mundo que hasta el mar olvidó.

Un cementerio de marinos perdidos
que de pronto… te amaron…
y olvidaron
en tus muros de sal una frase de amor
y la mala intención de sus orines.
Y una piedra en tu vientre.

Ruinas —Amor—Fantasmas
marea de desamor. Muerte.
Viejo mareo que encanta.

Pero eras tú: la poesía.
Mi loca de la casa.
Por la que todavía sostengo los pies
sobre el camino
Y tiro al mar mis huesos

con que juegan mis hijos.


TRÍPTICO DE SALGAR

I

La palometa es redonda y plateada como una luna de mar.
Es tan plana y delgada que no parece un pez para la mesa
sino un pan para la misa.

Yo no la conocía
hasta cuando un pescador de Salgar me la ofreció como gran cosa,
un día en que yo andaba buscando cojinúas
para un caldo de resurrección.
Éstas,
familiares del bonito, del jurel y del atún,
firmes y morenas, de roja pulpa y de una arquitectura sin espinas
se entregan en tu boca multiplicadas por milagro.

A mí me gusta sudarlas,
luego del martirio en el sartén caliente,
en una leche de coco y en un lecho de verduras al achiote,
a fuego lento, rociadas con yerbas aromáticas
y un par de copas de la sangre de Cristo.

Pero la palometa es más bien un pez para la Biblia.
Parece cultivada en un acuario prohibido
y no en el mar.
Y cuando pones su carne blanca y delicada al fuego,
sale un humo aromoso, como si fuera el alma
de un pez ornamental.
Por eso hay que comerlo con los ojos cerrados.
Olvidados de espinas y demás sinsabores.
Con el mismo abandono con el que saboreamos
a una mujer caliente.

Este pez y paloma de plateada inocencia
vuela por este mar y se entrega en las redes
de todos estos hombres que pescan en Salgar.
Y que matan el hambre y hacen sus ilusiones
con lo que va quedando del alma
del océano.


II

Un día sí
un día no
salgo al mar con mis perros
(Eco y Chomsky)
a caminar la playa de este Salgar ruidoso
de agónica alegría.
En el que los turistas de poca plata y dicha
domingos como este traen sus niños y abuelos
y sus ollas de arroces y sus pocas vituallas
a tomar sol y sal
a enterrarse vivos en la arena caliente
que endereza los huesos.
A mirar a los otros comer mojarra frita y arroz de chipi chipi
y mojan de vallenatos sus grandes alegrías.

Hoy, por ejemplo, el mar no trajo tantas
sus cosas a la orilla.
Y en su visita oleada que siempre recomienza con una sal distinta.
Reinaugura deshechos, resucita maderos, crucifica crustáceos
y reinventa el domingo con ese sol delgado, herido,
pero invicto.
Como si hubiese estado escondido en la muerte
después de tristes días cruzados de pasión.

Los perros van buscando pescaditos plateados
que mueren en la playa después de los oleajes.
Y yo con los ojos cerrados
respiro el mar temprano y recojo semillas
e intactos caracoles y palitos tallados
por la sal agitada de todos los océanos que llegan a Salgar.
Y me asombran las formas
que toma la basura que nos devuelve el mar
para que la pensemos:
Este tacón lejano de transparente acrílico.
Este madero negro como de cruz de noche.
Esta muñeca ciega que se ahogó sin su niña.
Este árbol inmenso con sus ramas completas
y todas sus raíces
arrancado del mundo como por un gigante.
La jeringa y la sonda de muchos moribundos.
Botellas sin mensajes que nos hablan del mar.

¡Y el agua, Dios, el agua…!
que en cada ir y venir parece despedirse
luego de que incesante deja sobre la playa
un nuevo testimonio de lo que se derrumba.
Y bautiza en sus sales las miserias del mundo.

 III.

Cuando todas las tardes
pasa alineada por el cielo del pueblo
la misma formación de grises alcatraces,
que vuelan casi siempre rozando casi el mar,
mi vecino el poeta se levanta y saluda
—no importa lo que haga—
diciendo ritualmente:
¡Fuerza Aérea de Salgar!

En realidad son pelícanos.
Que vienen del Caribe y vuelan frente a la casa
para sentir que alguien
les saluda al pasar.

Bajan al mar por peces y regresan al cielo
con el buche cargado de mucho más que mar.
Que nadie toque el vuelo de este pequeño Dios
de mochila y de plumas.
Que no lo alcance nunca la maldita cauchera.
Que siga siempre el vuelo de las tardes soleadas.
Buscando los saludos que la costa le da.

Al igual que el poeta
su reino es allá arriba.
Un cielo de palabras que son la sal del mundo
es el espejo claro del mar y de la arena.
Y de todo lo demás.

¡No toquen ese albatros!
¡Dejen ese pelícano!
¡Cuidado el alcatraz!

 

Miguel Iriarte (Sincé, Sucre, Colombia). Poeta, periodista cultural, ensayista, gestor cultural e investigador cultural. Ha sido Director del Instituto Distrital de Cultura de Barranquilla; Secretario Departamental de Cultura y Patrimonio del Atlántico; cofundador y co-director del Festival Internacional de Jazz de Barranquilla, Barranquijazz; director de la Biblioteca Piloto del Caribe de Barranquilla; catedrático de Crítica Literaria de la Universidad del Atlántico; catedrático de Semiótica y Comunicación de la Universidad del Norte; director-editor de la revista de investigación, arte y cultura víacuarenta; co-fundador y director del Festival Internacional de Poesía en el Caribe, PoeMaRío; director del programa radial sobre fenómenos del libro y la lectura RadioGrafías de la Palabra; columnista cultural del Portal Las 2 Orillas. Miembro del Consejo Nacional de Cultura del Ministerio de Cultura de Colombia. Actual director ejecutivo de la Fundación La Cueva y director del Carnaval Internacional de las Artes. Ha publicado los siguientes libros de poesía: Doy mi palabra, Segundas intenciones, Cámara de Jazz, Poemas reunidos y Semana Santa de mi boca. En coautoría con Enrique Muñoz Vélez publicó el libro Historia del Jazz en Colombia. Tiene inéditos el poemario Bluesvalía, la novela La Ceja del Tigre y la colección de columnas, artículos y ensayos Yo protexto. 

Los poetas Miguel Iriarte y Alfredo P. Alencart

 

 

 




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