Colaboraciones

Gabriel Pavón Villamizar: ‘La bella música’, relato

LA BELLA MÚSICA

¡Ganamos! ¡Se fueron con su música a otra parte! ¡Villas de Granada es, hoy por hoy, el único territorio libre de esta ciudad!

La guerra la empezaron en el 607. Eso es algo comprobado, y nadie se atrevería a desmentirlo. En honor a la verdad, Villas de Granada no era el barrio más silencioso de la ciudad (la pista del aeropuerto quedaba a menos de dos kilómetros), pero sí podría figurar entre los más apacibles. La firma constructora “Paz y Armonía” había tenido la lucidez de planear un conjunto cerrado que garantizara una vida muy tranquila a personas solas o parejas dedicadas a pasar la mayor parte del tiempo trabajando en casa (en el computador, la biblioteca, el estudio, la mesa de diseño). “El conjunto fue proyectado con arreglo a las exigencias de la pareja contemporánea necesitada de una alternativa distinta que combine el silencio y un estimulante contacto con la naturaleza”, se ufanaba el catálogo; lo que no decía era que pareja contemporánea quería decir sin hijos, y eso se lo explicaba a uno luego el promotor de ventas cuando describía a Villas de Granada como la única urbanización de la ciudad construida, metro por metro, pensando en usuarios a los que se podía brindar el lujo de un silencio pleno. No vendía apartamentos, solo arrendaba; de esa manera, no se padecería la tortura de vecinos indeseables más allá de unas pocas semanas. La pequeña urbanización aseguraba un silencio a pruebas de gritos y correrías infantiles. La empresa estimaba que las parejas con hijos o con el plan de tenerlos a muy corto plazo merecían “otras condiciones más acordes con esos loables propósitos”, y las invitaba a conocer las diversas soluciones: Villas de los Andes, para parejas con niños entre cero y cinco años; Villas de las Américas, para familias con hijos entre cinco y doce; Ciudadela Mundo Nuevo, para familias con adolescentes, y Ciudadela Planeta, para todo tipo de familia. “Paz y Armonía” había pensado en todos los gustos y necesidades, y quería satisfacerlos con el criterio y la versatilidad que requería la arquitectura del nuevo siglo, muy respetuosa de las relaciones particulares entre el ser humano y el espacio, y bla, bla, bla. El promotor de ventas, con una voz bien timbrada, elegantes movimientos de mano, reluciente reloj en la muñeca y mirando a los ojos, parecía muy convencido de lo que decía. Contagiaba.

Y me convenció; no tanto por su entusiasta retórica de arquitecto recién graduado, sino porque en realidad los de Villa Granada eran, en los trescientos sesenta barrios de la ciudad, los únicos apartamentos que parecían no dejarle al azar la existencia del silencio; ofrecían, además, una generosa disposición de ventanales a prueba de ruidos ambientales.

Y lo mejor: entre las edificaciones y las avenidas que lo rodeaban, se veía una generosa franja de unos treinta metros, compuesta por una arboleda salpicada de puentes japoneses, jardines y bancos de madera que invitaban a sentarse a leer en paz. Para mí, los ruidos externos de siempre (el rumor de los carros, el bramido de los aviones) eran parte de la vida urbana y me hacían falta. En Villas de Granada comprobé que si quería oír el profundo ronquido de la ciudad, bastaba con abrir una o dos de las quince ventanas, y así sentirme acompañado. En casa detesto el silencio obligado: su presencia sonámbula no me deja dormir de noche, y de día me incomoda con su aire de desolación.

El alquiler rebasaba mi presupuesto, pero ese desajuste podía equilibrarse si yo decidía aceptar la vieja oferta de trabajar tres horas extras los sábados en la oficina. Una cosa por otra. En ninguna otra parte de la ciudad podría tener la certeza de no escuchar gritos de niños o ladridos de perros, que era otra de las condiciones para los inquilinos: no perros, no gatos; lo que equivalía a no ladridos trasnochados, ni escandalosa caca en los prados ni maullidos fornicadores. Un paraíso. ¿Y la música? ¿Y los radios puestos a todo volumen?

Con una sonrisa condescendiente, el promotor se acompañó en la penosa tarea de aludir al estatus de los inquilinos: arquitectos, ingenieros, publicistas, historiadores, médicos, delineantes, economistas, diseñadores, muchos profesores universitarios, ningún músico; se habían dado el lujo de rechazar a algunos artistas (“por aquello de la bohemia”), así como también a un par de abuelas con pinta de rezanderas (“por aquello de la falta de oficio, que las hace estar demasiado pendientes de la vida ajena”). El perfil del conjunto, repetía el promotor, era gente se-lec-ta que destinaba gran parte de su tiempo en casa a una actividad intelectual que requería de un ambiente especial, propiciador de la concentración y la creatividad. Y, para rematar, el promotor dijo, acompañándose de la mejor sonrisa vendedora: “Tranquilo, que aquí nadie va a excederse de decibeles. A nadie se le ocurrirá hacer sonar rancheras ni vallenatos, ni nada parecido”. El guiño cómplice y luego, el cierre: “Los gustos musicales van por otro lado”. Risas.

Me decidí por un apartamento en el séptimo piso, bloque A. Debo reconocer que tuve una luna de miel con el barrio durante los dos primeros meses. En el apartamento de abajo vivía un nuevo presentador de televisión cuya cara empezaba a ser muy reconocida en esos días. Pronto me aprendí su nombre: Mauricio Sotomayor. En el primer mes, apenas lo sentí. Una noche en que me encontraba sumergido en el silencio, me llegaron las notas cálidas del Andante from piano, del Concierto Número 21 in C, K 467, de Mozart, en versión de la Sinfónica de Budapest. La música venía acompañada del aroma de cannabis. Felicité mentalmente el buen gusto de Mauricio. Esa noche repitió una y otra vez la grabación. Recuerdo haberme quedado dormido antes de lo habitual, arrullado por la música de Mozart.

Durante casi dos meses, el vecino repitió su feliz rutina: llegaba entre medianoche y una de la mañana, hacía sonar a Mozart durante media hora, y luego volvía al silencio. Aparte del concierto 21, solía escuchar Ein Mädchen oder Weibchen , el aria de La Flauta Mágica, en versión de la Filarmónica Slovack; eso entre semana, porque los viernes estaban reservados sólo a los cornos y violines de Allegron maestoso from Sinfoníaconcertante K 364. Eran notas tan relajantes como el sosegado fluir del más plácido de los ríos. Llegué a distinguir cada una de esas piezas al segundo, aprendí sus títulos y luego las busqué en una tienda de discos especializada en clásicos. Creo que ese fue el reinicio de mis relaciones con la música, porque después de mi deprimente ruptura con Claudine, yo había renunciado con cierta naturalidad a escuchar cualquier tipo de música en mi apartamento; me producía una aversión que ya iba para dos años. Yo era un adorador del silencio, tal vez por duelo, tal vez para escucharme más a mí mismo. La música del vecino llegaba de manera perfecta cuando me aprestaba e navegar por los remansos del sueño, y en esos momentos era la mejor compañía. Mi aceptación de la música parecía una resurrección lenta y gradual. Sólo la aceptaba unos minutos en la noche, después de las doce y justo antes de caer en el sopor del sueño.

¿Por dónde me llegaba esa música? Al principio creí que era por el respiradero del baño o de la cocina, pero bastó con aplicar con cuidado el oído en esos dos lugares para descartar esas opciones y, mejor, buscar otras fuentes. La música se colaba a mi apartamento pese a las ventanas cerradas, que sólo nos defendían contra los sonidos de afuera del edificio, no contra los de dentro. Al locuaz promotor de arriendos se le había pasado por alto notificarme que las divisiones entre los pisos eran más delgadas de lo deseable. Me conformé con esa idea a la vez que me congratulaba por tener un vecino con tan buen gusto musical.

Esa fue la parte buena. Pero cualquiera sabe que en la farándula, los personajes suben y bajan con una rapidez que ya de por sí es un espectáculo aparte. Tal vez fue la fama rápida o el dinero o ambas cosas lo que mareó a Mauricio. La regularidad de sus costumbres comenzó a desmoronarse. Cada noche llegaba un poco más tarde, hacía un poco más de ruido al entrar, aumentaba un punto el volumen de la música. Durante quince días sólo dejó escuchar las soñolientas notas de Dies Bildnis ist bezaubend schön. Le deseé, de todo corazón, buena suerte a mi vecino: comenzaba a enamorarse. Parafraseando a un escritor inglés, yo diría que era “mala teología” acompañarse de Mozart cuando uno está comenzando a enamorarse. Pronto el tiempo me dio la razón. Un domingo a las cinco de la mañana fui despertado por unas notas empalagosas muy familiares. En el apartamento de Mauricio vibraba el Mozart más conocido, ese que de vez en cuando sonaba en la radio hasta en ritmo de merengue y que podía tararear cualquier empleada doméstica en cualquier arrebato de felicidad: el molto allegro de La sinfonía N0 40 en G menor.

 

Temí que el romance de Mauricio le durara mucho tiempo; o peor: que fuera in crescendo. Pero el amor es muy caprichoso. Las dos noches siguientes fueron de un silencio asustador. Podía ser preludio de cualquier cosa, incluyendo la pavorosa marcha triunfal. Pero lo que vino fue peor: un miércoles me despertó el allegro de Eine Kleine Nachtmusik. Mauricio lo dejó sonar unas diez veces, y de repente volvió a la oscuridad del silencio. Calculé que a ese paso, nuestro Romeo se nos casaría en menos de tres meses y pasaría a vivir en Villas de los Andes, para felicidad de todos.

Estoy convencido de que esos eran los planes de Mauricio, pues en esas semanas llegaba temprano, y si ponía música, era tan suave, que nunca la alcancé a oír. Salvo los sábados en la mañana, en los que escuchaba la Obertura de Las bodas de Fígaro en la opulenta interpretación de la Orquesta Filarmónica de Londres. Ese fue el momento cumbre, por así decirlo, de mi vecino, pues de ahí en adelante todo fue un derrumbe tan rápido como aparatoso. Hubo dos semanas de quietud, incluidos los sábados. Hasta que una noche subió por el respiradero un olor dulce que se quedaba en la garganta, como chocolate de nueva especie. Tan pronto reconocí el olor, quedé petrificado por la sorpresa: ¡base de coca! ¡Bazuco!

No hubo más Mozart. En la presentación del noticiero, la cara de Mauricio se hizo menos frecuente. Los televidentes, es decir, el país entero, pudieron haberse preguntado por qué no volvía a salir el simpático presentador en la pantalla. Yo lo sabía. Mauricio permanecía encerrado fumando bazuco entre las cuatro de la noche y las seis de la mañana; y el resto del día, durmiendo. Al comienzo, solo y en silencio; pero después, acompañado por un travesti (“¡Pero si es la mujer más bella que yo haya visto en mucho tiempo!”, comentó un amigo que se lo tropezó en el ascensor) y escuchando una música cuyas notas parecían apresuradas burbujas metálicas surgidas de un ritmo machacón y alborotador. Después supe que a eso lo llamaban música techno.

Fue un periodo largo y difícil. Preferible escuchar rancheras o vallenatos, pues en el fondo dejaban deslizar un relato que podría ser entretenido, si uno se lo proponía. O la más abrumadora pieza heavy, a la que uno podría distinguir matices, llegado el caso. Pero esta música electrónica parecía un corto circuito elevado a la categoría estética. Ese chtund- chtund estaba más cercano a una crepitación monstruosa del pop-corn en la cocina que a la música. Y la incomodidad aumentaba si me ponía a pensar que era yo el que estaba quedándose por fuera, volviéndome un viejo quejetas antes de los cuarenta.

Sin embargo, por más que me esforzara, no era nada grato sentir que los latidos de mi corazón empezaran a latir al unísono de un estrepitoso compás que atronaba a las dos y media de la mañana. Acelerar mis pulsaciones era todo el dudoso mérito que tenía esa dudosa música. Pero los años me han dado, entre otras, una ventaja que los muy jóvenes desconocen o menosprecian con soberbia pueril: la paciencia. Sabía que la desesperada carrera del vecino no duraría mucho. Quizá con los pulmones destrozados por las fuertes aspiradas, quizá con el corazón hecho trizas por el desamor, quizá con la energía consumida por los requerimientos del travesti, Mauricio cayó severamente enfermo. Lo supe porque una fría madrugada de comienzos de diciembre, la sirena escandalosa de una ambulancia llegó hasta la entrada del conjunto, y por la ventana pude ver que sacaban a Mauricio en camilla. Pre-Infarto, sentenció el portero.

¡Exultate, jubilate! con la voz de matices limitados de la soprano Gabriele Fuchs y la moderada interpretación de la Camerata Académica de Salzburgo, fue la pieza que dejó  escuchar la cruel vecina del 608 durante toda la mañana. Aparte de esa fea nota, volvió la tranquilidad y el silencio al edificio durante un mes largo. Justo cuando ese silencio ya me estaba pareciendo abundante e, incluso, aburrido, regresó Mauricio. Lo alcancé en el pasillo. Tenía diez kilos de peso menos, la piel apergaminada y brillante, los movimientos lentos y dubitativos, propios de los convalecientes. Un desastre. “No le quedan más de seis meses de vida”, pensé con un poco de compasión; “viene a morir en casa”.

No sé si eso mismo pensó la vecina del 608, que seguramente había sufrido como yo, semanas enteras de crepitante techno. En lo que me pareció un nuevo, refinado e innecesario acto vengativo, todas las mañanas, antes de irse a trabajar, dejaba escuchar uno de los movimientos del Réquiem (K V 626) de Mozart para solo, coro y orquesta. Empezó el lunes con la grave y tenebrosa lentitud del introitus, siguió el martes con la exultante combinación del Kyrie, el miércoles continuó con los metales apocalípticos de Dies irae y así, hasta que terminó, en el día doce, con las fúnebres voces de Benedictus.

Fue en ese momento cuando decidí tomar partido: no tanto en favor de Mauricio, sino en contra de la saña de la tipeja; estuve a punto de contestarle con el apasionado Ave Rerum, pero pensé que si el mensaje podía ser claro para ella, Mauricio, en cambio podría entenderme mal, pues el tono que le daba a la pieza el Mozartchor de Berlín, bien podría ser continuación del Requiem. Opté entonces por algo distinto y que no diera lugar a equívocos; algo de carácter celebratorio. Los primeros compases de la triunfal Sinfonía No 41 en do mayor, K 551, “Júpiter”, eran lo suficientemente enfáticos, y, por si quedaba alguna duda, el Molto allegro podía suscitar cualquier cosa menos la tristeza de la muerte. La del 608 recibió el mensaje. Lo percibí al día siguiente, cuando en el supermercado, en cambio del saludo cortés y la media sonrisa de siempre, me dedicó una mirada entera, cargada de dureza.

No me dejé amilanar. En los siguientes días ataqué con el aplastante y agitado Concierto para trompa y orquesta en mi bemol, K 417, que hacía pensar en la savia de la vida, en sus palpitaciones eternas. Y, como si fuera poco, rematé con la fuerza afirmativa de las

Danzas alemanas K. 586. Quería dejarle claro a la arpía dos cosas: que Mozart era territorio nuestro, y que no era de buen recibo aprovecharse de moribundos.

Seguramente así lo pensó, pues luego del silencio de tres días que siguió a las diez pequeñas serenatas de Mozart que le dediqué, la bruja contraatacó con El Mesias de Haendel, completo. El golpe me dejó chapoteando en el estupor por un buen tiempo. ¿Cómo había adivinado que yo detestaba precisamente esa pieza de Haendel? Ese es un misterio que hasta hoy no alcanzo a comprender. La vieja del 608 no podía saberlo a menos que se hubiera comunicado telepáticamente con Claudine, que estaba a 13 mil kilómetros de distancia, bien al norte de Inglaterra, dedicada a sus pinturas en las gélidas costas de Hartlepool. La víbora del 608, con ese despliegue, me estaba mostrando todos sus cobres. Sentí que podía salir derrotado; incluso pensé en rendirme. Esa noche consulté con mis otros yo. Al amanecer llegamos a la conclusión de que continuar la guerra era una forma de resistencia espiritual necesaria. Además, el lío no lo habíamos empezado nosotros. Nos habían agredido donde más nos dolía, y nos habíamos limitado a dar una respuesta condigna.

 

Wolfgang Amadeus Mozart, pintado por Barbara Krafft en 1819

Decidí tomarme un par de días antes de responder. Pero como dice el barón Clausewitz,

En la guerra hay que concederle un alto porcentaje al azar. Y eso fue lo que sucedió. Una tarde, tan pronto llegué al pasillo del séptimo piso, pude escuchar que del apartamento 705, salía con una total nitidez la Sinfonía número 9 en do mayor D. 944, “La Grande”, en versión de la Orquesta del Estado de Dresde, una de mis piezas preferidas e injustamente olvidadas. Esa noche, el agradecimiento y la solidaridad, esos sentimientos casi relegados por completo, me cobijaron de nuevo con su tibieza. Tenía un aliado. Me noté fuerte y seguro. La guerra sí podíamos ganarla. Ahora era a la arpía del 608 a quien le tocaba hacer el inesperado viaje a la depresión y al desconcierto.

La euforia no duró sino esa noche. En la oficina tuve oportunidad de pensar con cabeza fría, y llegué a la conclusión de que yo era un iluso si creía que las cosas terminarían ahí. De ingenuo, no había calculado que, lejos de terminar, había desatado una guerra tremenda, complicada, cuyo final podría estar muy lejano. La angustia no quería dejarme llegar temprano a casa, pero cuando regresé, tarde en la noche, como quien regresa al infierno, pude advertir que detener la guerra era imposible. Del 805 salía la música de Beethoven: la temible Quinta Sinfonía, en versión de la Orquesta Filarmónica de Berlín. Entré al apartamento con el espíritu acongojado. Esa noche busqué en la Biblia textos que me reconfortaran. Encontré cierto alivio en las palabras del salmo 74 (”No olvides las voces de tus enemigos; el alboroto de los que se levantan contra ti sube continuamente”). Me dormí pensando que cada ser humano, al nacer, cuenta con una buena (o mala) posibilidad de vivir en forma directa una guerra. Y a mí me había tocado una. Nada qué hacer.

Lo que he contado es el comienzo, lento y limitado, y se puede contar también con lentitud. Porque lo que ocurrió después fue un desborde permanente, donde lo simultáneo tenía ocurrencia, y es entonces cuando cualquier recuento resulta complicado. Aunque nunca se había especificado con palabras, la guerra tenía, no digamos un reglamento, sino un modus operandi respetado por todos. La música no debería superar una prudente cantidad de decibeles al salir de los parlantes. Era claro que la guerra se debía hacer con música y no con volumen. Recuerdo que un despistado del cuarto piso quiso apabullar a sus vecinos con el estruendo de sus parlantes rugiendo con todos sus decibeles (Las Walkirias, además). Al otro día le llegó la notificación. Se le daba plazo hasta el fin de mes para abandonar el apartamento. También le llegó una carta declarándolo indeseable, firmada por todos los vecinos, sin excepción.

Aparte de ese impasse diplomático, lo demás fue pelea abierta. A esas alturas, nadie se preguntaba cómo ni dónde había empezado todo, ni importaba. Del apartamento de Mauricio ya no salía música, sino puro humo. Tal vez a él no le importaba otra cosa que su propia guerra civil, y quería ganarla al final de su vida. En todo caso, Mauricio estaba fuera de combate mientras que los demás vecinos tomaban posición en favor o en contra: el fotógrafo del 704 acudió en nuestra ayuda mientras que el profesor del 700 prefirió la neutralidad, y así quedó definida provisionalmente la situación en el séptimo piso, y yo con enemigos a izquierda y derecha. Sin embargo, la guerra es como el cáncer: hace metástasis en cualquier sitio donde vivan humanos. A la mañana siguiente las hostilidades se habían extendido hasta el octavo piso. De eso me enteré cuando la bacterióloga cincuentona del 807 saludó con música de Bach mi entrada al apartamento: el Concierto en Re menor, BWV. 1052. Padecí esa salva completa durante los innumerables minutos que dura la pieza, y debí soportar la repetición, tres veces, de la peor parte: el adagio. Fue cuando me di cuenta del importantísimo papel que cumple en una guerra la información. Junto con el daño que me hacían los ataques orquestados, estaba la confusión de no saber yo de dónde sacaban los enemigos tanto conocimiento de lo que eran mis flancos débiles. Contaban con un sistema de espionaje sofisticado que yo no alcanzaba ni remotamente a detectar, y que hoy en día sigue siendo un misterio. Para colmo de tribulaciones, 702 decidió abrir hostilidades sin previo aviso y me agredió una noche con Pierrot Lunaire de Schönberg. No puedo negar que eso causó severos estragos en nuestra moral combativa, pues la agresiva del 702, quién lo creyera, era esa trigueña con pinta de estudiante de literatura que me caía bien con sus libros de Kafka bajo el brazo y sus faldas moda retro y su pelo recogido. Era una lástima no tenerla como aliada. Pero así era la vida.

Fueron días de conmoción, acaloramiento, despliegue de energías. Una voz interior (el lúcido cobarde que todos llevamos por dentro) me aconsejaba reconocer el poder del enemigo y rendirme; me soplaba al oído que para esa confrontación no estábamos preparados, no teníamos los recursos, carecíamos de un buen sistema de información. Esa tendencia derrotista fue derrotada, a su vez, por una segunda voz que llamaba a la movilización general, a la creación de comités, a la consecución de armas. Fue la tendencia que ganó.

Camerata Academica Salzburg (Chamber Orchestra)

Una vez unificados, tratamos de pasar a la ofensiva. Respondimos al 806 con Sonata para arpeggione y piano en la menor, A 821, de Schubert. Y esa misma tarde, a falta de Schumann (que hubiera sido lo mejor, pero nada de él teníamos en nuestro arsenal incipiente) opté por atacar con Deutsches Requiem, de Brahms. No era el mejor ataque,

pero al menos acallaría al adversario un par de días. Se trataba de ganar tiempo con esa maniobra distractora mientras trazábamos una mejor estrategia y nos hacíamos a un armamento eficaz, al precio que fuera. Estábamos muy mal de recursos, pero igual, hacía parte de la confrontación adquirir empréstitos externos para atender la emergencia, o lo que fuera necesario. En estos casos, los empréstitos tratan de ser generosos (En toda guerra, hay siempre quien se lucra, sea cual fuere el resultado). A dos cuadras teníamos

un centro comercial donde estaban ubicadas dos tiendas de disco. Esas tiendas fueron las grandes ganadoras, pues sus ventas se dispararon como nunca lo soñaron sus dueños. A   mí me otorgaron un crédito personal sin ningún trámite y a largo plazo, pero también hicieron lo propio con los demás residentes del bloque. En mi primera visita regresé feliz a casa con cinco CDs nuevos y la promesa de otros cuatro que les llegarían por encargo la semana siguiente. Mientras hubiera un buen aprovisionador de armas, tendríamos contienda para rato.

Mi situación estratégica estaba equilibrada; si tenía enemigos a cada uno de los costados, en cambio, tenía como aliados a los vecinos del 607, abajo, y al del 807, arriba: una periodista de económicas y un matrimonio de vendedores de arte. Mauricio no contaba ya. Creo que fue el primer derrotado. Salió fuera de combate por incapacidad. Me lo encontraba de vez en cuando. Saludaba con desgano y no levantaba los ojos del suelo. Parecía un fantasma deambulando por el escenario de una guerra ajena mientras que las hostilidades se extendían no sólo a lo largo y ancho de todo el bloque, sino a los dos restantes.

Los momentos más críticos de la contienda los viví al sexto mes. El número de CDs aumentó de 15, al comienzo de las hostilidades, a más de 250, a los que podría añadir un arsenal de armamento vejestorio de los tiempos del ruido: 200 casetes y dos docenas de discos de acetato. Cuando pretendí desempolvar y poner en juego a los pesados acetatos, recordando que entre ellos se encontraba una antología de la música barroca, la bolsa en que se hallaban guardados, bien arriba en el clóset, se me vino encima y en caída libre fue a parar al piso de baldosines. Saltaron astillas negras por todos lados. De los veinticuatro discos, dieciséis se rompieron. Fue el desastre natural más doloroso de la guerra. El daño fue irreparable; eran discos importados, y esa antología era imposible de conseguir en el mercado. La desmoralización sufrida fue pavorosa. Hasta tarde en la noche estuve llorando por los que morían en accidente, sin siquiera alcanzar a participar en combate.

El otro momento crítico sucedió cuando me quedé sin energía, literalmente. Mi cabeza se resistía a atender tantos asuntos al mismo tiempo, y en un descuido comprensible, olvidé pagar el recibo de la luz. Una tarde en que apenas empezaba sonar en mi viejo y leal Phillips el vibrante y fastuoso movimiento final de la Sinfonía N 4 Opus 36 de Tchaikovsky, sobrevino el desastre, en forma de silencio repentino y oscuridad total. Quedar en medio de la guerra sin energía era lo peor de lo peor, y esa noche de velas, de recuerdo infame, no pude dormir. Me imaginaba a los dos vecinos muertos de la risa con mi error de principiante. Durante horas se turnaron la cortina de fuego; para mi suerte, el primer ataque fue uno de los más débiles, hasta el punto de que resultaba apenas audible: Scheherezade, Opus 35, de Rimsky Korsakoff, en versión de la Orquesta de Radio de Berlín. El vecino de la derecha continuó con Berlioz, Sinfonía Fantástica, Opus 14, en la Orquesta Sinfónica de Radio Hamburgo. Tuve suerte de que hubieran desaprovechado al máximo mi indefensión. Mortal hubiera sido en ese momento, por ejemplo, padecer unas tres descargas seguidas de Stravinsky; digamos los movimientos tercero, cuarto y quinto de la Primera Parte de La adoración de la Tierra. Definitivamente fueron malos estrategas. Treinta minutos seguidos de cualquier Wagner, por ejemplo, me hubieran hecho polvo. La segunda noche, mejoraron. Sin luz, aguanté como un héroe el nuevo raid. Por el lado izquierdo el ataque estuvo a cargo de Toscanini. Bombardeos apretados, insistentes, que hirieron mis oídos más de lo que yo hubiera querido. Por el costado derecho, demoledoras oleadas de Scarlatti, que me dejaron sepultado en la pesadumbre hasta que el sueño me desconectó de la pesadilla de la vigilia.

Por fortuna, al otro día, pude diligenciar el pago del recibo en tiempo récord; con la luz volvió también la moral combativa. Había pasado lo peor. Aproveché para llamar y pedirle asesoría a Garay, un viejo condiscípulo bien informado en música. Entonces les hice sentir a mis adversarios todo mi potencial. Empecé con algo suave, Oberturas de tres piezas: Barón gitano, de J. Strauss, Manfredo de Schumann y la muy cinematográfica y pomposa y rítmica Caballería Ligera de Suppé. Cerré con las notas irónicas de La Urraca Ladrona de Rossini, que era una forma de hacerles a mis enemigos un inspirado corte de mangas.

Se quedaron mudos cuarenta y ocho horas completas. En un acto de soberbia perdonable, los machaqué a gusto con salvas continuas de fuego barroco: el Concierto en Re para trompeta y dos oboes de Telemann, seguido del Concierto en Re Mayor del diabólico Tartini. No pudieron con tantos metales. Tal vez estaban confiados en que yo no volvería a alzar cabeza. Intentaron una tímida réplica consistente en media hora del más lento y desesperante Satie en el frente izquierdo y toda la opaca rudeza del Concierto para Viola de Bartock, en el derecho. Pronto se les acabó para siempre las ganas de seguir la pelea.  O se les agotó la munición, o la moral. Por la causa que fuera, no volvieron a sonar.

A pesar de esas victorias contundentes, la ocupación de todo el piso nos llevó un par de meses más. El joven pediatra del 704 tuvo una enconada lucha contra el 703, un contador fundamentalista que se defendió todo el tiempo sólo con Bach, a quien repetía como loco. En la última semana, 703 se apegó ferozmente a las notas profundas y dramáticas de La pasión según San Mateo. Su adversario del 702 tuvo necesidad de apelar a métodos radicales: una combinación de la Sinfonía número 4 de Bruckner en la Orquesta Sinfónica de Leningrado y todo el rigor de las Cuatro estaciones de Vivaldi, con cinco repeticiones del despiadado Invierno, una cada día.

Mientras tanto, el casi olvidado Mauricio estaba como en otro mundo. Salía a las cinco de la tarde a comprar su droga, regresaba a las seis, feliz con sus papeletas de polvo rosado, y toda la noche se dedicaba a fumar. Sólo fumar y escuchar su música para fronterizos, ese necio y absurdo tchund-tchund fuera de lugar. Su vida se había limitado a comer, dormir, e intoxicarse de humo y de tristeza. Estuvo ajeno a todo, incluso a la traición.

El que sí cambió de bando fue el pusilánime del 701, un bibliotecario rechonchito a tiro de jubilación. Era de esos espíritus a quienes aterra la posibilidad de una derrota, y a la menor dificultad se pliegan al ganador del momento. Entró tarde en el conflicto, y participó con un par de Preludios de Debussy, pero luego se dejó apabullar por la espectacularidad de Cuadros de una exposición: La Gran Puerta de Kiev, de Mussorgsky, en la pirotécnica versión de la Orquesta Filarmónica de Leningrado. Al final de la guerra, y ya cuando se preveía nuestra victoria, optó por abandonar el edificio.

La segunda traición fue más grave. Al agónico Mauricio llegó a acompañarlo una hermana solterona, en plena guerra. Lo primero que supimos de ella fue que tiró a la basura una tonelada de cosas de su hermano enfermo: montañas de revistas porno, películas ídem; hasta discos. En cambio del tchund-tchtund, la mujer optó por hacer sonar cantos gregorianos, mañana tarde y noche. No supimos cuándo se sumó al bando enemigo. Según la mala lengua del portero, de la noche a la mañana se convirtió en la amante secreta de la arpía del 608, que prácticamente se pasó a vivir al apartamento de Mauricio. Muy tarde en la noche, podía escuchar las carcajadas de dos mujeres, de doce de la noche a cinco de la mañana, durante semanas enteras, mientras que Mauricio volvía por enésima vez al hospital. En una contienda donde todo estaba más o menos claro, ellas ponían la nota discordante, sin sentido del honor. Recuerdo que una noche deseé hacerme a una ganzúa que me permitiera entrar a ese apartamento y, usando armas no muy convencionales, darles a ese par de viejas tránsfugas una lección de dignidad.

Por ese entonces, el final de la lucha aún estaba lejano. Las hostilidades habían finalizado un par de meses antes en el bloque B, pero en el C no se definía aún. En esas latitudes, la pelea había tomado otros rumbos. También, como en nuestro caso, al comienzo la iniciativa la habían tenido los que luego perdían la guerra; y estaban en retirada, más ocupados en pensar cómo llegar a una paz honorable que en otra cosa. Los protagonistas en el C habían sido Berlioz contra Sibelius; Von Bulow contra Verdi; Katchaturian contra Liszt; Karl Orff contra Cherubini. Los últimos reductos se ubicaron en el inaccesible pent-house, muy cómodo con sus tres poderosos equipos de sonido móviles como portaviones, de donde, de tarde en tarde, salía música de Grieg o de Salieri. Hasta que se acallaron inteligentemente por su propia iniciativa. Se habían quedado solos.

El libro se titula Música y Delirios; y trata precisamente de esas dos líneas temáticas: la mitad de libro cuenta historias que tienen que ver con vivencias que, sobre la música, tienen diferentes personajes. La música tiene funciones disímiles, extremas y hasta contradictorias. Una de ellas, por ejemplo, es la de agredir. La música, en nuestro medio, deja de ser placentera y se convierte en invasiva, cuando se pone a todo volumen para imponer nuestros gustos musicales a los vecinos.  La otra mitad se refiere a distintas modalidades de delirios contemporáneos, como el pánico, la esquizofrenia y la megalomanía que genera en algunos personajes la cultura mediática y masiva. El pánico –cada vez más común y extendido-  es un trastorno propio de comienzos del siglo XX, así como lo fue la histeria clínica a comienzos del siglo XX, en la Primera Guerra Mundial.

En el bloque C, apartamento 503, estuvo el último foco de resistencia. La inquilina era una viuda septuagenaria (su esposo había sido coronel del ejército) que gastaba sus últimos días tejiendo croché y viendo telenovelas. Poco enterada de por dónde iban los tiros, lo único que se le ocurrió fue poner marchas militares en contra del placido y delicado Chopin que hacía sonar su vecino, al que acalló con las esplendorosas fanfarrias de Heraldic Trumpets of Windsor seguidas de los regios compases de Rule Britannia. El vecino, recibió la asesoría debida y también pudo tener acceso a la producción de Bob Sharples; entonces respondió, más por seguirle la cuerda que por otra razón, con el bizarro aullido de las gaitas de Scotland the Brave. Más romántica que pragmática, la abuela contraatacó haciendo sonar las oscuras voces de Canción de la Estepa seguidas de Lili Marlene. Ahí nos dimos cuenta de que le importaba un pito perder la guerra; lo que quería era pasar a la historia como una valiente heroína. Le dimos gusto. Respondimos con Yanquee Doodle de la Orekegan High School seguida de Indian Drums. La pobre anciana acusó el golpe y quiso darle el tono patético a su corta batalla. Contestó con todo el sentimentalismo que pudo: The bells of St. Mary´s, luego la nostálgica She wore a Yellow Ribbon y, cerrando, las notas melosas de Onward Christian Soldiers, entonado por los coros femeninos del Ejército de Salvación, que le dieron el tono patético y hollywoodense a su rendición.

Ese fue el final de la película. Los perdedores poco a poco fueron abandonando Villas de Granada. Tuvieron que irse con su música a otra parte. Creo que se dispersaron por toda la ciudad. Pocas ganas les habrá quedado de siquiera intentar alzar cabeza. Sus gustos musicales han sido derrotados en toda la línea. Si quieren escuchar su música, tendrán que hacerlo muy de puertas para adentro, casi en secreto, en un volumen moderado, y en horas en que nadie se sienta molesto. A veces siento lástima. Pero era, o ellos, o nosotros.

A Mauricio lo perdimos casi al final de la guerra. Del todo. Una noche llegó la ambulancia por última vez y se lo llevó. No lo volvimos a ver. Lo último que supimos, semanas después de haber terminado nuestra guerra, fue que había muerto en el hospital. A la noticia de su muerte le dedicaron diez mezquinos segundos en el noticiero donde había trabajado.

Las víboras del 607 (pues ya se habían instalado del todo en ese apartamento, y habían entregado el 608) también se murieron. La primera investigación dice que las mató un escape de gas nocturno. Cerraban las ventanas y todos los resquicios para que el humo abundante y espeso de lo que fumaban (el bazuko mezclado con la marihuana que heredaron de Mauricio) no provocara las quejas de los vecinos. Tal vez dejaron la llave del gas abierta. Los agentes encontraron sus cadáveres cuatro días después de muertas, un miércoles santo, cuando el olor hizo que los vecinos a llamaran a la policía, y echaron la puerta abajo. Las encontraron en la cama, con la luz y el televisor prendidos. Por fortuna yo había salido a vacaciones de Semana Santa desde el sábado anterior, por lo que me ahorré el deprimente escándalo. Estuve toda esa semana fuera de la ciudad. Menos mal, porque de otra manera, el olor me hubiera matado.

De eso han pasado ya algunas semanas. La paz ha regresado a los tres bloques que componen el conjunto Villas de Granada, donde la vida vuelve a ser bella. Si alguien camina por los pasillos de nuestro bloque, y alguna vez escucha música, podrá tener la seguridad de que será Mozart, Schumann, Schubert, Brahms, Vivaldi. Nunca Bach, Beethoven, Haendel, Liszt. Es posible que esos respetables autores se escuchen en otros barrios o conjuntos residenciales, pero no aquí. No en vano hemos pasado por un conflicto que duró casi dos años enteros, y que nos representó tremendos esfuerzos e inversiones. Antes de la guerra, yo invertía un cinco por ciento del sueldo en comprar discos; pero luego, los acontecimientos me volvieron melómano a la fuerza, y los gastos en música llegaron a consumir casi la tercera parte de mis entradas. Alguien podría anotar que el edificio presenta un particular caso de armamentismo. Y con razón. Al final, tuve que conseguirme otro trabajo extra de dos noches a la semana, y aplazar, por supuesto, un año más las vacaciones para sufragar los gastos en música. Ya perdí la cuenta, pero debo tener unos mil quinientos CDs. En cualquier momento, haré una selección, y me llevaré los sobrantes al mercado de las pulgas. No falta quien compre música de segunda mano.

Debo decir que esa guerra valió la pena. Ahora hay paz. Aunque nunca se sabe. Los aliados de ayer pueden convertirse en los grandes enemigos de mañana. Por ejemplo, a veces me logra molestar un poco la sobrecarga de Bizet que maneja mi vecino del 706.

Dale que dale con Carmen. Pero es algo soportable siempre que sea entre las nueve y diez de la noche. Convivencia pacífica, es como llaman a esto los expertos. Todo el mundo aquí sabe que una nueva guerra nos arruinaría por completo, sin distinción, y por eso le tenemos miedo; entonces hacemos el esfuerzo de ser tolerantes.

Lo peor, en todo caso, ya pasó. Hay paz, que es lo importante. Yo, como cualquier veterano, de vez en cuando saco la caja de las reliquias que tengo guardada en el clóset y le echó un vistazo a las armas que tanto me sirvieron y de las que me costaría deshacerme: en especial de los veinte CDs de Mozart. Y la ganzúa, por supuesto. Cuando la veo, sonrío con orgullo pensando que en esa guerra cada cual puso lo suyo. Yo hice lo mío. Un poco exagerado, no lo niego.

Pero es que en el amor y la guerra todo está permitido.


Gabriel Pabón Villamizar (Pamplona, Norte Santander, 1954). Escritor y docente. Premio Juan Rulfo de cuento (2001), en la modalidad de música, con el cuento La Bella Música y el Premio Nacional del Libro de Cuentos Jorge Gaitán Durán con Música y Delirios (2018). Ha sido docente de las universidades Javeriana, Andes, Pedagógica, UIS, La Salle, Universidad Central, entre otras. Investigador del Instituto Caro y Cuervo. Ha realizado cursos de doctorado en Filología Hispánica en la Universidad de Salamanca y Maestría en Literatura Hispanoamericana en el Instituto Caro y Cuervo. Sus estudios han centrado en los géneros del testimonio, la memoria, la biografía, la crónica periodística, el relato histórico y el cuento.

Autor de los libros Música y delirios (2018), En el nombre del Señor (Random House, 2011), Barrio hereje (Random House-Mondadori, 2011), Diario suicida de Orlando Villamizar (Net educativa. 2011), Yentil, el amable Hombre de las Nieves (Editorial Panamericana, 2010), Crónica Sentimental de Bucaramanga (Universidad Piloto de Colombia, 2005), Re-versiones. (Letra Escarlata. 1999), El visitador y otros cuentos (Editorial Panamericana, 2001) y Des-cuento navideño (Premio Nacional de Narrativa IDCT).

Los escritores y ensayistas Gabriel Pavón Villamizar, Hernando Cabarcas Antequera y Alfredo Pérez Alencart, en Bogotá (2o22)



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