Colaboraciones, Premio Rey David

Abel German: ‘El verbo contra la sombra’, sobre ‘Y la muerte se muere’, de Odalys Interián

En estos tiempos, cuando la poesía parece haberse rendido a la ironía o al puro experimento verbal, cuando no al intimismo y al narcisismo de casi siempre, la aparición de Y LA MUERTE SE MUERE, de Odalys Interián, se parece mucho a un rescate. El volumen, galardonado con el IV Premio Rey David de Poesía Bíblica Iberoamericana, devuelve el poema a su antigua vocación de misterio. Se adentra en un terreno especial: el de la revelación y/o el enfrentamiento del lenguaje y la muerte. Su título, de pertinente paradoja —“La muerte se muere”—, encierra ya el sentido de esa revelación o, si se prefiere, de ese enfrentamiento. Lo que, a su vez, nos lleva a la clave de su poética. De la poética de Odalys, quiero decir.  Por eso, cuando antes de enviarlo al certamen Odalys me permitió leerlo, no vacilé en augurarle con absoluta seguridad que sería premiado. Y ya ven.

Desde el primer poema percibí esa excepcionalidad: la de una poesía que se sitúa por derecho en la estela de la poesía de los poetas profetas o visionarios.  Incluso desde antes, con las citas bíblicas (“Y el último enemigo, la muerte, será destruido”. 1 Corintios 15:26, y ss.). Y más, también ya, como dije, en el propio título. Pero no nos precipitemos. Vayamos, como corresponde, al primer poema. Ahí en cierto modo la poeta escribe su propio génesis:  “La muerte es esa enferma que nadie curó / un escorpión que nació sin ojos” (p. 12).  Como se ve, oímos (comenzamos a oír) la voz de un yo poético que hace de testigo con una poesía sobre la fe concebida desde la fe.

Algo que la poeta no solo va logrando en cada verso, en cada poema, sino que al final cierra como el círculo de Giotto en una totalidad cuidadosamente imbricada.  Una totalidad o estructura que sigue un movimiento de catábasis y (por contexto no se me ocurre otra palabra) resurrección. “El tiempo es nada mientras sostiene / la figura dolorosa de la realidad / y la muerte se muere / ah / también se muere.” (p. 15). La repetición de “se muere” multiplica la caída, pero también la purga: en gran medida el dolor se disuelve en él. La muerte, así convertida en objeto gramatical, pierde buena parte de su poder. Así pues, Odalys baja a la sombra —la noche, la muerte, el silencio— y desde allí pronuncia su contra–canto: “Alguien levantará la guillotina/ y troceará a la muerte y ordenará sus pedazos en el tumulto de féretros vacíos/ que exhibe ahora la luz.” (p. 13). Operación esta en la que Odalys demuestra que el poema puede ser un acto de representación y, además, un argumento ontológico. O, por decirlo de otro modo, un argumento otro de la realidad.

Por ello quizá el hilo conductor del libro sea la idea del “Verbo encarnado” (San Juan 1:14 Y aquel Verbo fue hecho carne).  No lo afirmo con absoluta rotundidad para no pecar, refiriéndome a un libro tan ambicioso, de reduccionismo.  La poeta lo expresa con una transparencia que, lejos de toda abstracción, se hace absolutamente tangible: “EL AMOR ES EL HAMBRE DE DIOS / y está La Palabra para nutrirlo/ La Palabra el retoño del Cristo redentor/ reconciliándonos”. (p. 14) El amor aquí , más que una emoción humana, parece una energía sagrada. Es como si el poema uniese al Creador y su criatura. Logra, en fin, una fusión mística que recuerda a Teresa de Ávila o a San Juan de la Cruz, pero con un acento (el de Odalys) más femenino y, si se quiere, más insurgente. Quiero decir: su mensaje está muy alejado, con diferencia, de la ortodoxia. Odalys la reinterpreta, digamos, desde el cuerpo. Algo que veo como un rasgo indiscutible de su modernidad.

No importa que el universo simbólico de la obra esté tejido en una red densa de imágenes bíblicas y elementos naturales propios de la literatura sacra: ángeles, espigas, olivos… Esas figuras, en lugar de remitirnos al pasado sagrado, aparecen aquí revividas en una liturgia del presente. Es como cuando exclama: “Este es el tiempo de la misericordia.”(p. 13), que en esta poética vibra como una esperanza apocalíptica. Es decir, no literal, al contrario. Y después de decir: “Mira /dicen: cómo crece la mismísima oscuridad de la muerte” (p. 90) ,  para añadir, en el mismo poema: Y nada ven —no ven — (…) / enjambres de la belleza/ como bordean las estepas silenciosas del sueño/ las sombras que proyectan el futuro” (p. 90). La muerte, en consecuencia, no es derrotada por el dogma. La resurrección no ocurre en el más allá, sino aquí, en la tierra. O, si acaso, en la palabra.

Pero insistamos en su condición profética o visionaria, uno de los rasgos más notables de este libro y, en general, de la poética de Odalys. Su voz asume sin ambages la herencia de las mujeres iluminadas de la Biblia. En un instante de elevada conciencia de su conocimiento, declara: “COMO HULDÁ FUI ESCOGIDA para decir ciertas palabras” (P. 43). Huldá, la profetisa que en el Antiguo Testamento interpreta el Libro de la Ley o Torá, hace de mediadora entre la palabra divina y el pueblo. Y Odalys recoge ese legado y lo traslada a su terreno, el del poema: su palabra también es interpretación o, más exactamente, traducción del silencio de Dios al lenguaje humano. Es decir, no se limita a repetir el mensaje bíblico; en realidad va más allá: se inspira en él y escribe (desde la devoción y la fe) su interpretación.

En coherencia con esta condición podemos decir que el tono general del poemario oscila entre el himno y la súplica, pero siempre sostenido por una intensidad que lo relaciona con los grandes cantos visionarios que recordamos. Pienso sobre todo en los “Poemas humanos” de Vallejo, en los “Sonetos a Orfeo” de Rilke o en los salmos (porque es lo que son) de Whitman en casi todos los poemas de “Hojas de hierba”. Hay un pasaje donde Odalys misma se reconoce como parte de esta genealogía: “ME CELEBRO WHITMAN/ celebro lo que llevo/ esta ala que nadie corta/ esta verdad que canta en mí tan alto/ el lujo de una verdad que pinza el corazón con su fuerte visión con su luminoso dátil y su cáliz rebosante de otro cáliz/ y pulpa de voces” (p. 38.) En esta cita, si leemos bien, se ve que no hay apropiación en sí, al menos no en el peor sentido, sino que en realidad se trata de (aparte de ese reconocimiento que digo) un homenaje y, en última instancia, una praxis aplicada. Toma la voz universalista de Whitman y, por así decirlo, la somete a la prueba del espíritu. Donde el norteamericano celebra la multitud, ella celebra la redención; donde Whitman canta al ego del yo whitmaniano, ella se inclina y canta ante el altar de una Verdad asumida.

O sea: formalmente la poesía de Odalys se construye sobre, o con, un ritmo salmódico. Lo que, obviamente, no es una observación peyorativa. Lo digo solo por el efecto que causa: “QUE LA PALABRA VENGA CON SU ALARDE que muestre la poesía su vena de exterminio.”  (p. 47) Por esa cadencia de oración y conjuro que da a los poemas una fuerza oral y (perdón por el palabro) performativa. Es como si todo el poemario hubiese sido dictado más que escrito: cada verso avanza así, como si obedeciera a una voz anterior e interior.

A esto (a esta dimensión profética) se puede añadir su conciencia de la fragilidad humana. “ESTOYTEMBLANDO /SÍ // sin padre /sin madre // con los hijos que no despiertan// con la aurora de la muerte cayendo en mi costal” (p. 70). De modo que no excluye el miedo. Su mística no es, por tanto, la del éxtasis puro. Para ella la trascendencia parece estar, como ya adelanté más arriba, en la experiencia concreta, la injusticia (y la justicia) y la esperanza, en ningún caso fuera del mundo.

Por eso conviene enfatizar lo que me parece distingue esta de cualquier tentativa de “poesía religiosa”: su (llamémosle así) “fuerza teológica subversiva”. Más arriba utilicé, creo, en igual sentido, refiriéndome al “acento” o “tono”, el término insurgente. Porque parece manifiesto que en ella no hay una obediencia ciega al dogma. Cuando escribe “ La palabra que fue hecha para mí / la pura esencia del verbo liberado” (p. 39), proclama una emancipación del lenguaje de toda mediación institucional y deja claro que su teología es, sobre todo, una poética de la libertad. Siendo así que cada metáfora suya busca romper el cerco de la literalidad y devolver al lector al asombro del origen. Ella (Odalys) sabe que “Pensar en el cielo es entrar en él” (p. 60); es decir, que la imaginación (ese sinónimo de Poesía) es ya una forma de fe. ¿Resume esto su credo estético y, por qué no, ético en relación con el arte de escribir? Puede ser.

Hacia el final, ese tono se vuelve más nítido y más conciliador, si no más reconciliado. Tras los largos tramos de combate verbal anteriores, la poeta alcanza un equilibrio que relaciono, por intentar alguna explicación, con la revelación o, si se prefiere, la comprensión. “Acércate / mi corazón es una chispa // aun calienta.”(p. 75) La persistencia de esa chispa es, sin duda, la persistencia del amor, y el amor forma, como no podía ser de otra manera, parte del núcleo de su visión de poeta y de su fe. La muerte sigue ahí, pero ha sido exorcizada al ser integrada, en lo que podemos considerar un corpus existencial único, a (según la tercera definición de la RAE) ese sentimiento de afecto, inclinación y entrega a alguien o algo. No hablamos por tanto de amor a la muerte, sino de confrontarla con aquel, lo que en su caso la transforma en energía creadora. “La muerte arrasada al fin./ Mira como crece y se espiga / el deseo de un sueño que es futuro / y se realizará” (p. 86). No creo que sea muy común en la poesía contemporánea una imagen de resurrección como esta: una imagen capaz de alcanzar esta intensidad sin caer en el error del fácil consuelo. De cierto modo, ¿verdad? aquí se nos devela una circunstancia curiosa: la fe no tranquiliza. Al menos no parece que se trate de eso.

Así que, como hemos venido sugiriendo, en términos estilísticos Odalys trabaja con un barroquismo que me atrevo a calificar de luminoso.  Su carga explosiva de imágenes abre espacios de contemplación o meditación que están bien iluminados: carga explosiva al fin, dejan siempre un fogonazo de luz que nos permite mantener el rumbo. Su sintaxis parece expandirlos (a esos espacios) como si la poeta quisiera abarcar una totalidad que, a priori, se presenta inabarcable. Es una estética del exceso que recuerda el barroco visionario de, pongamos por caso, Lezama, pero ella escapa constantemente hacia esa transparencia.

Y lo hace (escapar) a través de una verdad que no es meramente estética. “DESHACER EL VERSO / Que no aviente una verdad / que no quiebre o libere / que no traspase con su incandescencia / y fije mundos /un modo de vivir / una certeza” (p. 80). Exige, como se ve, que el poema que no tenga ese poder, mejor que no se escriba. Se trata, sin duda, de una ética del oficio, que lo es también, por supuesto, del lenguaje: escribir para resistir. Por eso “Y la muerte se muere” es asimismo un libro de vocación. Un libro en el que la poeta carga el peso y disfruta el júbilo de ser la portadora de la palabra. “SOY LA POETA / más mística / que el místico que cree ver a Dios en la gota de agua transfigurado. / Tan indócil como el pájaro que cae / en la doblez del crepúsculo / donde no llega la noche”. (p. 41) Estos versos lo dejan claro.

En última instancia pienso que la obra de Odalys puede leerse, grosso modo, como una  “mística del porvenir”, una “mística avanzada” o una “mística moderna”. Su diálogo con la tradición, quiero decir, no es arqueológico. Se ve que en sus textos está el zumo (sí: el zumo) de las Escrituras y de algunos poetas más o menos “visionarios” que forman parte de su canon personal, pero curiosamente el resultado es una voz única, una voz personal: la voz de la poeta Odalys Interián. Una voz, una poesía, que viene a decirnos (o al menos es lo que he creído entender) que la posibilidad de la revelación existe, pero no tanto como promesa celestial sino más bien como experiencia interior: “Nada es más eterno que el amor / y lo conforman pequeños detalles “. (p. 87) Lo que me parece el cierre perfecto para un libro que ha tenido que atravesar tanto dolor y tanta incertidumbre, antes de llegar a lo que se considera trascendente.

300 veces he muerto y he resucitado en el sitio del poema./ La muerte es una errata más pequeña que el silencio. / Por eso canto.” ( P. 38) Estos versos condensan todo el libro y, en gran medida, toda la poética de Odalys. Al terminarlo uno lo siente: es como resucitar.

España, octubre de 2025

Abel German

Abel German (1951). Ha publicado poemas, artículos de opinión, reseñas de libros y una novela. Los artículos y las reseñas han aparecido en diferentes medios, sobre todo digitales y en Newsweek en español, y parte de ellos fueron recogidos en dos libros. Ha dado a conocer nueve poemarios, uno de ellos en colaboración con su hermano Andrés E. Díaz Castro, y dos plaquettes también de poesía, en editoriales de Cuba, EEUU, Italia y España. Poemas suyos aparecen en antologías publicadas en Cuba, México y EEUU. Vive en España.




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